
Me despertó la sed que ardía en mi garganta como una piedra caliente. Recordé una botella de agua escondida en algún lugar del cuarto y me dispuse a pasar otra noche insomne. Sin embargo, al levantarme de la cama, me golpeé la cabeza con algo blando, como un cojín de terciopelo, acolchado y espeso. Advertí que la ventana no irradiaba la luz del Paseo; ni tampoco los ruidos y voces de la calle, sino que todo era silencioso y profundamente oscuro. La certeza de que soñaba me llenó de miedo y me puse a gritar hasta que la falta de aire me dejó sin aliento. Entonces comprendí que me habían enterrado vivo.